
Meditaciones diarias del Hno. Elías
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Una meditación del Hno. Elías para cada día del año, generalmente basada en la lectura o el evangelio del día y acompañada por un canto de Harpa Dei.
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26 de febrero de 2025 “¿Cómo obtener un corazón puro?” (Parte I) NOTA: Por motivos de enfermedad, interrumpiremos durante los próximos días las meditaciones sobre el Evangelio de San Juan y escucharemos una serie de tres días sobre la purificación del corazón. Puede establecerse un nexo interior, pues a lo largo del Evangelio de San Juan nos habíamos encontrado una y otra vez con los corazones cerrados de los judíos hostiles, y siempre conviene examinar nuestro propio corazón y presentárselo a Dios para que Él lo purifique. “Lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7,20-23). Para cualquier avance espiritual, será indispensable la interiorización de este pasaje evangélico. Por muchas prácticas y sacrificios que nos impongamos, por muchas reglas que sigamos, por muchas obras apostólicas importantes que realicemos; si no trabajamos en nuestro corazón, difícilmente crecerá en nosotros el amor de Dios. Aquí pueden aplicarse muy bien las conocidas palabras de San Pablo: Si no tuviéramos amor, todo sería como bronce que resuena (cf. 1Cor 13,1). En efecto, la purificación de nuestro corazón significa crecer en el amor. La interiorización de este texto consiste, en primer lugar, en cobrar consciencia de que en nuestro corazón realmente habita aquella maldad de la que aquí habla el Señor. Esta conciencia debería hacernos vigilantes y liberarnos de toda ilusión respecto a nosotros mismos. En un primer momento, puede que nos duela descubrir todo esto en nuestro interior. Sin embargo, si el Señor nos lo hace ver con tanta claridad, es porque para Él es muy importante que no seamos ciegos ni pasemos por alto nuestros propios abismos: “Oídme todos y entended” –dice el Señor. Este sano realismo de reconocernos como personas inclinadas al mal, tal como nos lo enseña la doctrina católica (Catecismo, n. 402-403), no debe llevarnos ni al fatalismo ni a la resignación. Antes bien, evita que caigamos en ilusiones respecto a nosotros mismos y que surja una especie de “santidad auto-producida”. En cambio, el verdadero conocimiento de nosotros mismos es un llamado a acudir a Aquel que puede darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26). Con su ayuda, podremos cooperar para que la gracia de Dios nos convierta en hombres modelados a su imagen. Tomemos la primera de las maldades que Jesús menciona en el evangelio de hoy: los malos pensamientos. Y a éstos podríamos añadir también los correspondientes sentimientos. ¿Cómo podemos vencer los malos pensamientos? Algunos creen haber descubierto un método al intentar “pensar positivamente”. Puede que aquí haya una buena intención de no dar cabida a lo oscuro y a lo negativo, pero, de una u otra forma, seguirá siendo artificial y difícilmente podrá limpiar la fuente de la que proceden los malos pensamientos. En primera instancia, es necesario identificar los malos pensamientos como tales. Para una persona que siga al Señor, esto no debería ser tan difícil. También aquí el Evangelio es una luz fuerte en la que podemos reconocer lo que sucede en nuestro interior; así como también lo es la presencia del Espíritu Santo en nosotros, que nos recuerda las Palabras del Señor (cf. Jn 14,26) y se convierte en nuestro maestro en el proceso de la purificación del corazón. Sin embargo, ya en la primera etapa puede surgir un gran obstáculo, que no nos permite emprender realmente este camino. Es la soberbia, que no quiere admitir que tenemos malos pensamientos e incluso puede justificarlos. Sobre todo desde el punto de vista espiritual, esto se convierte en un grave problema, que enceguece progresivamente a la persona. La soberbia se planta a la entrada del corazón como un guardia inflexible, que ni siquiera permite el conocimiento de uno mismo. Sería un tema aparte lo que representa una soberbia tal. Puede ser simplemente una autoexaltación; o, en el peor de los casos, una presunción luciférica. O puede ser también un gran muro de protección, que quiere salvaguardar la inseguridad de la propia persona, puesto que quizá, en lo profundo, hay complejos de inferioridad arraigados. Si éste fuera el caso, aquella falsa seguridad que uno ha erigido para proteger a la propia persona quedaría derrumbada en el momento de confrontarse a la maldad de su corazón. Y esto es lo que uno quiere evitar, porque cree que no podrá soportarlo y que caerá en la nada. Lamentablemente se muestra aquí una falta de confianza en un Dios lleno de amor, que no nos hace ver nuestra oscuridad con el fin de humillarnos; sino para penetrarla con su presencia. Por hoy quedémonos con lo siguiente: Un primer paso esencial para obtener un corazón puro es estar dispuestos a percibir sin miedos ni represión nuestra propia sombra; es decir, reconocer y admitir lo malo que viene de dentro. Siempre debemos tener presente que esto sucede en presencia de un Padre amoroso, que quiere sacarnos de las tinieblas y conducirnos a su luz (cf. 1Pe 2,9). Mañana retomaremos el tema…

27 de febrero de 2025 “¿Cómo obtener un corazón puro?” (Parte II) Continuamos hoy con el tema que estuvimos tratando ayer: la purificación del corazón. Al estar dispuestos a percibir nuestras sombras ante un Dios amoroso, surge un doble realismo: por un lado, uno reconoce el “lado oscuro” dentro de sí mismo; y, al mismo tiempo, uno se encuentra con la misericordia de Dios. Empezamos a entender que Dios no nos rechaza ni castiga a causa de la impureza que procede de nuestro corazón; sino que, en su amor, Él se ha propuesto traer luz a las tinieblas. Entonces, no se trata, de ningún modo, de “integrar nuestra sombra” –como lo propone, por ejemplo, la así llamada “psicología profunda”–, considerando nuestro “lado oscuro” como parte de nuestra personalidad. En esto no puede consistir el proceso de transformación del corazón. Una visión correcta de la “integración de la sombra” sería admitir el hecho de que en nuestro corazón existen abismos y que éstos no pueden ser reprimidos. Sin embargo, la sombra no pertenece esencialmente al hombre; sino que es la deformación de su verdadero ser; la herencia del “viejo Adán”, que, alejándose de Dios, cayó bajo el dominio del pecado (cf. Rom 5,12). Esta sombra desfigura la imagen de Dios en nosotros; pero Él, en su bondad, quiere restaurarla. Para este proceso, es esencial la purificación del corazón. Por tanto, debe haber una clara decisión de la voluntad de no querer tolerar o relativizar nada en nosotros que no concuerde con el amor y la verdad. Para que veamos que tenemos que asumir responsabilidad por lo que sucede en nuestro interior, basta con recordar aquella palabra de Jesús que nos dice que el pecado del adulterio empieza ya con la mirada impura y no sólo con el hecho mismo (cf. Mt 5,27-28). En el proceso hacia un corazón puro no podemos transigir ni tolerar medias tintas. Para tomar esta clara decisión, el requisito previo es haber vivido la así llamada “primera conversión”, porque a partir de ahí, emprendemos el camino a la “segunda conversión”, que también puede denominarse “conversión del corazón”. Esta decisión de la voluntad, que hemos de tomar y mantener firme y conscientemente, es nuestro aporte esencial para que pueda darse la transformación de nuestro corazón. Pero la decisión sola no será suficiente, sobre todo en vista de nuestras debilidades humanas, que el Señor bien conoce. La parte principal en la transformación del corazón se produce por la gracia de Dios. En ese sentido, encontramos dos afirmaciones significativas en la Sagrada Escritura: por un lado, el Señor nos exhorta: “Haceos un corazón nuevo” (Ez 18,31); por otro lado, nos asegura: “Yo os daré un corazón nuevo” (36,26). Entonces, el proceso concreto consiste en presentarle al Señor en la oración todo aquello que descubro en mí que no concuerda con el camino del Señor. Debido a que somos bastante ciegos ante nuestras propias faltas y actitudes equivocadas, hemos de pedirle una y otra vez al Espíritu Santo que nos muestre lo que aún requiere ser transformado, lo que no corresponde al camino de la santidad. Volvamos al tema de los malos pensamientos, que es lo primero que el Señor mencionaba en este pasaje del evangelio. Si surgen los malos pensamientos en nuestro corazón, hemos de orar inmediatamente a Dios, invocar al Espíritu Santo y contrarrestarlos de esta manera. San Benito enseña que hemos de estrellar los malos pensamientos contra la roca de Cristo. Sería importante observar si tales pensamientos aparecen repetidamente. En caso de ser así, esto indicaría que no se trata simplemente de posibles ataques del demonio; sino que están más arraigados en nuestro interior y relacionados con ciertos sentimientos. Entonces por lo general no será suficiente con rechazarlos contundentemente una sola vez; sino que habremos de llevarlos una y otra vez ante el Señor –quizá en el Sagrario–, pidiéndole que nos sane y nos libere. Pongamos un ejemplo: Resulta que, cada vez que veo a una determinada persona, surgen en mí pensamientos y sentimientos malos. A estas alturas, ya estoy consciente de que tales pensamientos son erróneos y atentan contra el amor. Así que lucho contra ellos… De hecho, logro ahuyentar estos pensamientos, lo cual ya es una victoria. Sin embargo, vuelven a aparecer casi cada vez que veo a esta persona. Esto podría indicar que aún tengo en mi corazón algo contra ella, que tal vez no le he perdonado, que tengo algún resentimiento hacia ella, etc. Por eso, es necesario llevar constantemente ante Dios estos sentimientos interiores y hablar con Él sobre esto, pedirle que los sane a través del Espíritu Santo y que me libere de ellos… Así, estaré trabajando a dos niveles: por un lado, contrarrestando los malos pensamientos actuales, no consintiéndolos y apartando mi voluntad de ellos. Por otro lado, también nos dirigimos a la causa más profunda: los malos pensamientos y sentimientos pueden haberse arraigado en el corazón desde hace un buen tiempo. Entonces, el rechazo actual hacia la otra persona puede siempre “recurrir” a este potencial, por así decir, si no ha sido sanado y liberado por el Señor. Mañana continuaremos con la tercera parte de este tema… NOTA: He tratado específicamente el tema del manejo de los pensamientos y pueden encontrarlo por escrito en el siguiente enlace: http://es.elijamission.net/wp-content/uploads/2019/08/SOBRE-LA-VIDA-ESPIRITUAL.pdf (Pág. 11-15). También hace parte de esta temática la conferencia sobre el conocimiento de sí mismo, que pueden encontrar en mi canal de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=i9QDNBvER3I

28 de febrero de 2025 “¿Cómo obtener un corazón puro?” (Parte III) Concluimos hoy el tema que habíamos estado tratando durante los últimos días: el camino para alcanzar un corazón puro. Nos basamos en estas palabras de Jesús: “Lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.” (Mc 7,20-23) Lo que habíamos dicho ayer con respecto al manejo de los pensamientos, se aplica también a todos los otros campos a los que el Señor hace alusión. Es de esperar que en nuestro corazón no se encuentren todas estas maldades mencionadas; pero sí que reside en nuestra naturaleza caída la tendencia a ello. Hemos de estar atentos –aunque no con escrúpulos ni tensiones– a lo que percibimos en nuestro interior, y afrontarlo como corresponde. Tomemos la envidia como un ejemplo más. Se trata de una malicia muy persistente, a la que tenemos que hacer frente con determinación. Aquí ayuda, por ejemplo, orar por la otra persona, abrir constantemente el corazón a Dios y pedirle al Espíritu Santo que toque esta oscuridad en nosotros. La envidia cierra nuestro corazón frente a Dios y frente a la otra persona, y oscurece todo nuestro ser. Ahora bien, si renunciamos a la envidia, si centramos nuestra voluntad en concederle de buen grado a la otra persona lo que Dios le ha dado y le agradecemos al Señor por ello, entonces habremos emprendido la dirección correcta. Aquí estaremos muy necesitados de la ayuda del Espíritu Santo, para que, por un lado, este acto de la voluntad se haga constante; y, por otro lado, para que sea tocada la fuente de donde brota esta envidia; es decir, nuestro corazón. Veamos más detenidamente lo que sucede cuando invocamos al Espíritu Santo para que ahuyente nuestra sombra… La envidia viene de las tinieblas. En la Escritura se habla de la “envidia del diablo” (Sb 2,24). Por tanto, ésta oscurece nuestro corazón. Cuando nos dejamos llevar por ella, nuestro corazón se vuelve malo y la envidia se convierte en la fuerza motriz de las acciones malvadas. Así, ella es destructiva en todos los sentidos y mata el amor. El Espíritu Santo, en cambio, es el amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). A través suyo, nuestro Padre Celestial quiere establecer su trono en nosotros. El amor no le envidia nada a nadie. Al contrario: el amor se dona y nos convierte en receptores, en donatarios, que, así como reciben regalos de Dios, quieren también agasajar a otras personas. Entonces, si empezamos a distanciarnos de la oscuridad, en lugar de dejarnos llevar por sus impulsos, estaremos renunciando con nuestra voluntad al mal. Un acto tal cuenta ya con el apoyo del Espíritu Santo, porque sin Él ni siquiera identificaríamos la envidia ni mucho menos podríamos renunciar a ella. Al invocar concretamente al Espíritu Santo a las tinieblas de la envidia, Él tocará la oscuridad en nosotros y la transformará, porque las tinieblas tienen que retroceder ante la luz. En otras palabras, el amor de Dios puede ahora entrar más plenamente en nuestro corazón en este punto, arrebatándolo de las garras del mal y liberándolo. La estrechez de la maldad queda sustituida por la amplitud del amor. Pero, para no caer en ilusiones, vale aclarar que por lo general será un largo combate, a menos que Dios, con una gracia extraordinaria, nos libere de un día para otro de un gran mal, lo cual, en ocasiones, puede suceder. Una y otra vez tendremos que percibir la envidia en nosotros. Quizá después de un tiempo notaremos que se ha reducido, en cuanto que el amor de Dios ha encontrado más cabida en nuestro corazón. Una y otra vez habremos de hacer actos que contrarresten la envidia. Uno sufrirá por el hecho de que aún la percibe en su corazón, a pesar de ya haberse distanciado de ella con la voluntad. Este sufrimiento es bueno y saludable. Es una señal de que el amor está creciendo en nuestro corazón. Sufrimos bajo nuestra inclinación al mal, ¡y cuánto quisiéramos cambiar y ser como Dios quiere que seamos! En este contexto, se me vienen a la mente unas palabras que una vez percibí en mi interior y que, desde entonces, siempre me han acompañado. Las palabras eran éstas: “Primero tendréis que sufrir bajo vuestro corazón malo. Entonces, suplicad de rodillas un corazón nuevo.” Lo que he explicado con respecto a la envidia, se aplica también a todas las otras maldades a las que se refirió el Señor en el evangelio citado (Mc 7,14-23). Con la ayuda de Dios, hemos de percibirlas en nuestro corazón, apartarnos de ellas, buscar las virtudes y pedirle al Espíritu Santo que nos sane y nos libere, en un proceso concreto de transformación. Éste es un camino que podemos emprender para cooperar en la transformación de nuestro corazón. Para no caer en desánimo, jamás debemos olvidar que todo esto sucede en presencia de un Padre amoroso, que desea nuestra santificación. En la medida en que sea posible en nuestra vida terrenal, debería morar en nosotros la plenitud de santidad a la que Él nos llama (cf. Mt 5,48). Sin embargo, Dios es un Padre, que conoce nuestras debilidades y recaídas, y nos levanta una y otra vez. Los sacramentos son una ayuda inestimable para nosotros, sobre todo la Confesión y la Santa Misa. Así que estamos llamados a este verdadero y noble combate, y con la Santa Confirmación ya hemos sido fortalecidos sacramentalmente. ¡Éste es el combate esencial, porque nos lleva al meollo del asunto! Los poderes de las tinieblas quieren aprovecharse de las malas inclinaciones del hombre para precipitarlo en la desgracia. Por tanto, no es una lucha que libremos únicamente por nuestra propia santificación; sino que también es un aporte importante para nuestra Iglesia y su misión en este mundo. Este combate es parte esencial de nuestra vocación como cristianos, si queremos pertenecer al ‘ejército del Cordero’ y luchar de su lado contra el dragón. Lo que está en juego es nuestro corazón… ¿Le pertenece realmente al Señor (conforme al primer mandamiento) o a las tinieblas? Alcanzar la pureza del corazón es una gran victoria, porque el corazón puro verá a Dios (cf. Mt 5,8). En esta batalla que estamos llamados a librar, sabemos que contamos con la ayuda de la Virgen María, cuyo Corazón Inmaculado triunfará sobre los poderes de la oscuridad. Nosotros, como hombres débiles, sólo podremos resistir en este combate con la gracia de Dios, la cual hemos de suplicar de rodillas cada día. ¡Él nos la concederá y nos asignará nuestro sitio en la “multitud del Cordero”!

https://youtu.be/-0nQNgUa7fA?feature=shared

25 de febrero de 2025 EVANGELIO DE SAN JUAN “No os dejaré huérfanos” Jn 14,15-23 “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco más y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. Ese día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él”. Judas, no el Iscariote, le dijo: “Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?” Jesús le respondió: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Cumplir los mandamientos del Señor es la condición indispensable para vivir en el amor de Dios y, al mismo tiempo, mostrarle nuestro amor. Es el requisito fundamental para desplegar una verdadera relación con Dios. Por eso, la llamada a la conversión marca el inicio de un camino sincero con Él. Esto se aplica en todo tiempo, y quien pretenda relativizar los mandamientos del Señor se separa de su amor y corre el peligro de seducir a otros a hacer lo mismo. Hoy, el Señor promete a los suyos el Espíritu Santo, que Él mismo pedirá al Padre para ellos. El Espíritu de la verdad permanecerá para siempre con los fieles y les recordará lo que Jesús dijo e hizo. Y no solo se lo recordará, sino que siempre les dará la fuerza necesaria para reconocer y cumplir la voluntad de Dios. Sin embargo, solo quienes quieren escuchar la voz de Dios lo recibirán y percibirán sus susurros, mientras que el mundo no reconoce la presencia del Espíritu. De hecho, no puede reconocerlo porque no camina por la senda de Dios y a menudo se resiste a su llamada. Presta oído a otras voces que lo alejan del encuentro con Dios y lo cierran a Él. A menudo, este mundo se presenta como sustituto de Dios: sus placeres, sus metas pasajeras y todo tipo de distracciones nos alejan de lo que verdaderamente importa. De este modo, engaña a los hombres y los aprisiona. El mundo apartado de Dios se convierte en enemigo del alma, sobre todo cuando la persona decide seguir a Jesús y comienza a llevar una vida espiritual. Si el cristiano no es consciente de esta enemistad y, en consecuencia, no renuncia al espíritu del mundo y lo trata con demasiada ligereza, su camino de seguimiento se volverá pesado, poco convincente y superficial. Incluso puede echar a perder su vida espiritual después de haber comenzado bien. Precisamente aquí el Espíritu Santo prometido por Jesús se convierte en un guía irreemplazable y fiable, que permanece con nosotros y nos conduce cada vez más cerca de Dios a través de su presencia. Nos exhorta a lidiar con el mundo de tal forma que éste no pueda ejercer su influencia sobre nosotros y alejarnos del camino con Dios. Por eso debemos aprender a escuchar atentamente sus instrucciones. De esta manera, Jesús no deja huérfanos a los suyos, pues la Tercera Persona de la Santísima Trinidad que Él nos envía permanece con nosotros en su inconmensurable fidelidad. En vista de su inminente partida, el Señor asegura a sus discípulos que Él y el Padre vendrán a poner su morada en los corazones de sus fieles, de aquellos que guardan su Palabra. ¡Qué mensaje tan consolador e importante, tanto en ese entonces como hoy! Incluso en tiempos de extrema tribulación —ya sea la expulsión de las sinagogas en aquel entonces o la persecución y el no poder confesar abiertamente la fe cristiana—, el Señor tiene todo previsto para los suyos, estén en la situación que sea. Si los fieles se vieran privados del culto exterior y los bellos templos quedaran ocupados por poderes ajenos, seguirían teniendo acceso ilimitado a su santuario interior. Aunque se les amenace con prisión y sean marginados por causa de su fe, el templo que el Señor ha establecido en su interior seguirá abierto, y Dios reconfortará aún más con su presencia a aquellos que sufren persecución por su causa. El Señor insiste una y otra vez en el amor. De hecho, este es el gran tema de la obra de la redención, que resplandece de muchas maneras en palabras y obras. Nuestro Padre no tiene otra intención que colmarnos de todo su amor como a hijos suyos. ¡Qué amor nos tiene Jesús para sobrellevar tantas fatigas y recorrer por nuestra causa el camino del sufrimiento trazado para Él! ¡Qué amor nos tiene el Padre para enviarnos a su Hijo predilecto! ¡Y qué amor nos tiene el Espíritu Santo para inculcarnos todo esto en lo más profundo de nuestro corazón!