De todas las constelaciones que alguna vez rozaron mi órbita, ella fue la más próxima al temblor de mis huesos, la única cuyas palabras sabían al idioma de mi pecho, al silbido de un tren que nunca llega. Fue la grieta más hermosa en la copa de cristal donde guardaba mi reflejo, la tormenta que, en su furia, supo sembrar un jardín en mi desastre, un beso con sabor a vino. El tiempo se derrite en el relieve de su ausencia, y aún me persiguen las sombras de todas las veces en que no supe estar. ¿Acaso era amor o sólo el eco de un naufragio? ¿O fui yo el faro ciego que, en su ceguera, la dejó perderse? No importa. La lluvia sigue cayendo aunque ya no tenga a quién mojar, y mi nombre sigue escrito en la arena de un recuerdo que las olas borran con dulzura