Textos Que Te Pueden Sacar Una Sonrisa
Textos Que Te Pueden Sacar Una Sonrisa
February 19, 2025 at 12:05 AM
—¡Tú y tus tradiciones estúpidas! Es normal que en la ciudad crean que somos unos paletos. ¿Por qué tenemos que desperdiciar comida? Mi madre se detuvo en seco. Sostenía en las manos una taza con arroz y unos pedazos de carne, lista para llevarlos al borde de la plantación, como cada mañana. No me miró de inmediato, pero sus dedos se crisparon alrededor del cuenco. —No es desperdicio —respondió con calma, sin levantar la voz—. Es respeto. Bufé, cruzándome de brazos. —Respeto a qué, ¿a la maleza? ¿A los cuervos que se llevan la comida? Porque lo que es yo, jamás he visto nada ahí afuera. Nunca entendí por qué lo hacíamos. Desde que tengo memoria, cada mañana mi madre o mi padre dejaban un poco de comida al borde de la plantación de cañas de azúcar. A veces, además, nos hacían un pequeño corte en el dedo y dejaban caer unas gotas de nuestra sangre sobre los tallos. “Para que todo siga en paz”, decían. Era una costumbre vieja, algo que se hacía desde antes de que mis abuelos tuvieran memoria. Una de esas tradiciones absurdas que los campesinos seguimos sin saber por qué. Yo nunca escuché las voces que decían que se oían en las noches, ni vi nada más allá de las sombras alargadas de los tallos meciéndose con el viento. Sabía que la comida desaparecía, pero eso tenía una explicación lógica: los animales la devoraban. —No creas que todo lo que aprendes en la ciudad te hace más lista —me dijo mi madre cuando volví de estudiar, después de meses sin pisar la plantación—. Hay cosas que no entiendes porque no quieres verlas. —Lo único que no quiero ver es cómo sigues con estas tonterías —respondí—. Si acaso hay algo ahí afuera, es un montón de perros hambrientos. Mi padre no decía nada. Era un hombre de pocas palabras, pero su mirada me advertía que no siguiera provocando a mi madre. Yo solo suspiré. Sabía que discutir con ellos era inútil. ---- El calor del verano pegaba fuerte cuando mi padre regresó del pueblo con noticias. —Hay bandidos en la zona —dijo, con una expresión tensa—. No se metan con nadie. No quiero que nadie salga de la plantación. Mi madre asintió con gravedad. Yo, en cambio, hice una mueca. —Papá, no vivimos en una novela del siglo pasado. No van a venir a robarnos. —No es un juego —me interrumpió—. Han matado a familias enteras, los hombres mueren primero y las mujeres... las mujeres desean morir mucho antes de que esos cabrones acaben con ellas. Lo digo en serio, nadie sale. ------- Esa misma noche, hice la mayor tontería de mi vida decidí escaparme. No era la primera vez que lo hacía, aunque esta vez tendría que ser más cuidadosa. Quería ver a mi novio, que vivía en el pueblo. Solo serían un par de horas, un paseo corto entre los campos de caña y estaría de vuelta antes de que amaneciera. Caminé con ligereza entre los tallos altos, sintiendo la tierra húmeda bajo mis pies descalzos. La luna estaba alta y la brisa mecía las cañas con un susurro monótono. Me encantaba ese sonido. Me hacía sentir en casa. Pero entonces, lo oí. Un crujido. Un paso que no era el mío. El miedo me subió por la espalda como un escalofrío helado. Quise correr, pero fue demasiado tarde. Algo me agarró del brazo y me tiró al suelo. Sentí el golpe en la espalda y la tierra dura contra mi piel. Unas manos ásperas me sujetaron mientras otra voz siseaba: —Mira lo que tenemos aquí… Eran media docena. Hombres sucios, con aliento rancio y ojos llenos de malicia. Intenté gritar, pero una mano callosa me tapó la boca. —Shhh, no querrás que te maten aquí mismo, ¿verdad? Me retorcí, pataleé, arañé, pero eran más fuertes. Me arrastraron entre las cañas, desgarrando mi ropa y pellizcando mis pechos, riéndose entre susurros mientras uno de ellos me sujetaba contra el suelo. —Tranquila, solo nos divertiremos un rato… Luego nos llevarás a tu casa y tus papis nos darán todo lo que tengan, si quieren recuperar los despojos que queden de tí. Mi espalda se arqueó contra la tierra y sentí los tallos clavándose en mi piel. Algo húmedo y cálido recorrió mis hombros. Sangre. Mi sangre. Manchando las cañas. El viento dejó de soplar. Los hombres se quedaron quietos. Y entonces, el sonido cambió. Ya no era el susurro del viento, ni el crujir de la caña meciéndose. Era algo más… algo profundo, un murmullo grave que venía de todas partes. Las hojas se movieron con un siseo afilado. Uno de los hombres, el que estaba encima de mí, levantó la cabeza. —¿Qué…? El tallo más cercano se inclinó hacia él, y en un segundo, algo salió de la oscuridad. No lo vi con claridad. Solo sombras, alargadas, veloces, moviéndose entre los tallos como si la tierra misma las hubiera parido. El hombre gritó. Su cuerpo fue arrastrado hacia la espesura, con una velocidad imposible. Se revolvió, pataleó, arañó el suelo, pero desapareció en la negrura con un alarido desgarrador. Los otros se quedaron paralizados. Yo también. La noche se llenó de sonidos, pero esta vez el susurro no era natural. Era como si las cañas susurraran entre ellas, llamándose, avisándose de que había más presas. El segundo bandido corrió, pero algo lo enganchó por la pierna y lo levantó en el aire. Chilló, forcejeó, pero no hubo piedad. Algo lo abrió en dos. No con un cuchillo, no con un arma. Sino con la misma tierra, con la misma caña, con la misma naturaleza que ellos habían creído indefensa. Los demás me abandonaron a mí suerte e intentaron escapar, pero las sombras los rodearon. Solo escuché su respiración entrecortada y luego un gorgoteo. Cuando la sombra se apartó, los cuerpos cayeron al suelo sin cabeza. Todo quedó en silencio. Los tallos de caña volvieron a su lugar. El viento volvió a soplar, como si nada hubiera pasado. Yo temblaba, con el pecho subiendo y bajando a un ritmo frenético. Mis manos estaban manchadas de tierra y sangre. Algo en la caña se movió. No corrí. No grité. Solo vi. Entre las sombras, dos ojos me miraban. Largos, rasgados, oscuros. No había rabia en ellos. No había odio. Solo reconocimiento. Como si dijeran: "Sabemos quién eres." Entonces, la brisa me acarició el cabello, como si la noche me diera permiso para marcharme. Me levanté con dificultad y regresé a casa. No conté nada. No hacía falta. A la mañana siguiente, mi madre dejó la comida en el borde de la plantación, y yo, sin dudarlo, me hice un pequeño corte en el dedo y dejé caer una gota de mi sangre sobre la tierra. A veces, las tradiciones existen por una razón. 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