"Como trates a tu madre, te tratará la vida" no es solo un dicho, es una verdad que late en el alma. Ella fue tu primer hogar, el primer corazón que latió por ti antes de que existieras, la voz que te arrulló cuando el mundo aún te era desconocido. Sus manos, cansadas de tanto dar, tejieron los hilos invisibles de tu seguridad, de tu identidad, de tu capacidad de amar. ¿Cómo pagar tanta entrega? No con flores ni palabras bonitas cuando ya no esté, sino con el calor de tu presencia hoy, con la paciencia cuando repita una historia por centésima vez, con el respeto cuando sus pasos sean lentos y sus consejos, antiguos. Porque en cada arruga suya hay una batalla ganada por ti, en cada cana, una noche en vela que ella convirtió en fortaleza. La vida no olvida. Es un espejo silencioso que devuelve, con el tiempo, la luz o la sombra que regalamos a quienes nos amaron sin condiciones. Si apagas su voz hoy, ¿quién te escuchará mañana? Si ignoras sus sueños, ¿quién cuidará de los tuyos? Honrar a tu madre es honrar tu propia historia, es sembrar semillas de bondad que, más tarde, florecerán en tus días de sequía. Porque ella no es eterna, pero el amor que le des —o el que le niegues— marcará para siempre el ritmo de tu destino. Cuando la vida te golpee o te abrace, recuerda: sus brazos llevarán el mismo calor, la misma fuerza, la misma ternura... o la misma ausencia, con la que tú la trataste a ella.