Si tuviera que hablar de uno de los peores dolores que he sentido, sin duda hablaría de ese proceso lento, difícil y profundamente triste que se vive cuando te alejas de alguien a quien realmente querías en tu vida. No fue una decisión impulsiva ni algo que se tomara a la ligera. Fue un desgaste silencioso, una lucha interna entre el amor que sentías y la realidad que dolía. Y duele, duele mucho… no solo por la ausencia, sino por la indiferencia. Porque, mientras tú te rompes por dentro tratando de entender, tratando de soltar sin rencor, esa persona simplemente sigue como si nada. Como si no hubiera compartido contigo risas, palabras, planes o silencios que tú guardabas como pequeños tesoros. Esa parte es la que más quema: darte cuenta de que lo que para ti era importante, para el otro era opcional. Que, mientras tú añoras, al otro no le tiembla ni el alma. Y ahí es cuando comprendes que no duele solo la pérdida, sino la sensación de haber sido fácil de soltar para alguien que tú habrías elegido mil veces.