
☧📜 Evangelio 𝐃𝐢𝐚𝐫𝐢𝐨 ✞🕯
June 12, 2025 at 07:04 PM
✨ *JESUCRISTO, SUMO Y ETERNO SACERDOTE*
La Iglesia celebra la solemnidad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, el jueves posterior a Pentecostés. Esta fiesta, de origen relativamente reciente en el calendario litúrgico, pone de relieve una dimensión central del misterio de Cristo: su sacerdocio único, eterno y perfecto.
En el Nuevo Testamento, especialmente en la Carta a los Hebreos, se presenta a Jesucristo no simplemente como un sacerdote más dentro de la tradición de Israel, sino como el verdadero y definitivo Sumo Sacerdote. A diferencia del sacerdocio levítico, que debía ofrecer sacrificios reiteradamente y que era limitado por la muerte de quienes lo ejercían, el sacerdocio de Cristo es eterno y eficaz, porque Él se ofreció a sí mismo _“una vez para siempre”_ (cf. Hb 7,27), como víctima sin mancha, por la salvación del mundo.
_«Así también Cristo no se atribuyó la gloria de hacerse sumo sacerdote, sino que la recibió de quien le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy; como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec»_ (Hb 5,5-6).
Y añade:
_«Cristo ha venido como Sumo Sacerdote de los bienes definitivos»_ (Hb 9,11).
Este sacerdocio de Cristo es radicalmente nuevo: no se basa en la genealogía levítica, sino en su filiación divina y en su total obediencia al Padre. Como Melquisedec, es rey y sacerdote a la vez, y su ofrenda no es la de animales, sino la de su propia vida entregada por amor.
Por el sacramento del Bautismo, todos los fieles participamos del sacerdocio de Cristo. Somos, como enseña san Pedro, _“linaje elegido, sacerdocio real, nación santa”_ (1Pe 2,9). Esta participación nos llama a ofrecer nuestras vidas, unidas al sacrificio de Cristo, como oblación espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,1). Nuestra existencia, entonces, se convierte en liturgia viva, en oración encarnada, en caridad activa.
Celebrar a Jesucristo como Sumo y Eterno Sacerdote nos invita a contemplar el misterio de un Dios que, al hacerse hombre, no sólo nos redime, sino que nos incorpora a su entrega sacerdotal. En Él, y sólo en Él, nuestra vida cobra sentido como culto verdadero, como ofrenda que une cielo y tierra.
