TRPrensa
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June 17, 2025 at 11:48 AM
YO VIVI EL BOMBARDEO DEL 55 El 16 de junio de 1955, yo tenía 5 años y vivía con mis padres y mi abuelo en Salta 658, entre México y Chile, en Capital. Se olía una rara tensión en la casa, sobre todo mi papá y mi abuelo la esparcían charlando nerviosos entre sí. Desde temprano estaban escuchando una radio uruguaya y discutían. La voz de la radio parecía ser transmitida desde muy lejos, era metálica, como si el tipo que hablaba lo estuviera haciendo dentro de un túnel. Hasta que se empezó a escuchar el ronrroneo ominoso de los motores de los aviones. Mi abuelo miró a papá y dijo: "¡Empezó!" Dejaron el cuarto en el que escuchaban la radio y se asomaron al ventanal, yo fui tras ellos. Y vi los aviones y segundos después los silbidos de las bombas cayendo. Las primeras explosiones sacudieron el departamento, mi abuela y Mamá lloraban y rezaban en la cocina. El aire se impregnó de un olor rancio muy fuerte y el cielo dejó ver las primeras columnas de humo negro que ascendían mientras nuevas explosiones estallaban en la Plaza. Me impresionó ver en un momento dado a un avión pequeño -sería una Pipper- dejando caer un óvalo oscuro. El silbido que le siguió era el preludio de una explosión. Era una bomba, Me impresionó que esa avioneta, al soltar su carga, pareció alivianarse y descendió varios metros para retomar después su altura original. Mi abuelo me sacó a los gritos del ventanal pero yo seguí espiando. "Tenemos que irnos, ya hablé con la familia Padilla y nos ofrecieron lugar en su casa de Flores", dijo papá. "Ahora no podemos movernos, Pepe, esto es una guerra", dijo mi abuelo. Se empezó a escuchar un tableteo muy cercano a casa. Después papá me contó que un carrier del ejército leal a Perón, disparaba ráfagas buscando bajar a los aviones. Papá ordenó a mamá, a mi abuela y a mí que nos ubicáramos en la planta baja, en la pieza -depósito del edificio. Bajé disgustado, yo quería estar en el ventanal. No sé cuánto duró todo pero me pareció que a lo largo del día no habían dejado de caer bombas. Cuando cayó el silencio sobre la ciudad, el atardecer se iba convirtiendo en noche. Fue entonces que toda la familia se montó en el auto de mi abuelo, un Packard, y salimos rumbo a Flores para alojarnos en la casa de los Padilla. El auto corría por una avenida casi desierta. Hasta que emergió a contramano un auto sin parabrisas ni puertas. Y cuando lo cruzamos, un hombre con la camisa desprendida y el torso al desnudo que recuerdo sudado, nos grita: "¡Vivan los descamisados!". Mi abuelo, radical, contrera, murmuró sin dejar de mirar hacia adelante: "¡Hijo de puta!" Y yo quedé fascinado para siempre con esa figura del tipo avanzando a pecho abierto, gritando ronco en la noche, agitando el puño. De algún modo, después lo supe, su figura construyó en mí el arquetipo del heroísmo y la lucha. Ese hombre iba junto a sus compañeros de auto, en la dirección de la que nosotros huíamos. Eso fue para mí un gran misterio entonces. Pero, de algún modo inconciente, me enseñó a que el camino correcto era ir a contramano.
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