
🏳️⚧️⭑ 𝐋𝐀 𝐂𝐇𝐎𝐙𝐈𝐓𝐀 𝐃𝐄𝐋 𝐑𝐎𝐋 ' ֎
June 17, 2025 at 12:00 AM
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## Capítulo 40 – Las sombras bajo la piel
El mundo antes del apocalipsis ya había sido cruel con York. El nuevo solo lo envolvía en un eco más oscuro de lo que ya conocía.
En la penumbra de una habitación cerrada, lejos de la vista de los demás, York estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared áspera de cemento. Tenía los ojos entrecerrados, las manos apoyadas sobre las rodillas. Respiraba con lentitud, como si el aire tuviera que pasar por una puerta oxidada para llegar a sus pulmones.
Y entonces, como si su propio cuerpo fuera una pantalla, la memoria comenzó a proyectarse.
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Cuando tenía ocho años, fue llevado a “la Granja”. Así lo llamaban. Un lugar de cemento blanco, con puertas automáticas y pasillos que olían a desinfectante y miedo. No tenía ventanas, pero sí cámaras, cada rincón vigilado por ojos invisibles. Los adultos que trabajaban allí no usaban nombres. Solo números.
Los niños no tenían apellidos.
York, en ese entonces, era el niño 037.
Los experimentos no eran brutales a simple vista. No le arrancaban miembros ni lo golpeaban. Pero le inyectaban cosas. Lo encerraban en cuartos con otros niños que gritaban. Les medían las respuestas emocionales frente al dolor de otros.
Un día lo pusieron a cuidar de un niño más pequeño. A la semana, hicieron que viera cómo lo mataban frente a él, tras medir cuán fuerte se había vuelto su vínculo.
"Necesitamos niños que aprendan a desligarse", dijeron.
A los once, York lideró una rebelión. Nada muy épico: solo apagó una sección del sistema eléctrico, se escabulló con otros dos niños y llegó hasta un bosque a medio kilómetro. Solo él sobrevivió. Los otros dos murieron congelados en la noche.
Lo capturaron dos días después. Lo devolvieron a la Granja. Pero algo cambió.
Ya no lloraba. Ya no hablaba con nadie. Se convirtió en un modelo de silencio y obediencia.
Hasta que, con el tiempo, fue liberado.
No por compasión.
Sino porque el programa fue cerrado.
Hubo una investigación. Algunos adultos fueron arrestados. Los niños fueron "reasignados". Él terminó en una secta de científicos dementes.
Eso fue antes de los zombies. Antes de las mutaciones. Antes del olor a sangre que ahora lo traicionaba como una firma que lo marcaba.
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El crujido de la puerta lo hizo parpadear. No se levantó. Sidney estaba allí, de pie. Se le notaba cansado. Más rudo que de costumbre, incluso para él.
—¿Estás bien? —preguntó, sabiendo que era una pregunta idiota.
York levantó la vista. Sus ojos tenían esa mezcla de vacío y peso que solo traen los recuerdos.
—Estoy respirando. Supongo que eso cuenta.
Sidney se apoyó en el marco de la puerta, pero no habló. Dejó que el silencio se instalara un poco.
—¿Cuánto sabías tú… sobre lo que era? —preguntó York de pronto.
—Lo suficiente —respondió Sidney, sin mentir—. Pero no tanto como para entender lo que estás cargando.
York bajó la mirada a sus propias manos.
—Fui un experimento, Sid. Me construyeron para adaptarme, para sobrevivir sin lazos. Y fracasé. Me encariñé. Con los demás. Con el grupo. Contigo.
Sidney frunció el ceño.
—¿Eso te parece un fracaso?
—Cuando te vuelves la razón por la que los monstruos encuentran a los tuyos… sí.
Hubo un silencio denso. Sidney caminó hacia él, se acuclilló frente a su cuerpo encorvado.
—¿Tú crees que yo no tengo miedo? Todos los días. Pero no me asusta lo que eres. Me asusta lo que harías contigo mismo.
York intentó reírse, pero fue un sonido seco, sin alegría.
—No soy un héroe. Solo fui el que quedó vivo.
Sidney lo miró, intenso. Y en ese momento, como si la tensión se tradujera en impulso, lo tomó del rostro y lo besó.
Fue un beso breve. Sincero. Torpe incluso. Pero con más significado que mil discursos.
York parpadeó, desconcertado.
—¿Eso fue por compasión? —preguntó, medio bromeando.
—No seas imbécil —gruñó Sidney, levantándose—. Fue para que dejaras de hablar mierda por cinco segundos.
York sonrió. De verdad, por primera vez en días.
—Gracias.
—Descansa. Aún no hemos terminado esta guerra.
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Al final del pasillo, en la sala de interrogatorios, Córdoba se mantenía firme. Sangraba por la nariz, por la boca. Pero no había cedido.
Roma cruzó los brazos. Tokyo y Mérida observaban desde la ventana de cristal, en silencio.
Córdoba escupió sangre al suelo.
—¿Van a matarme ya, o prefieren seguir con la hipocresía?
Nadie respondió.
Pero algo estaba a punto de romperse.
La decisión vendría. Como siempre, bajo la presión del fin del mundo.
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