Y ahora arremeto contra quienes han perturbado mi paz. Y sí, aunque no puedan escucharme ahora, le hablaré a quien mora en los cielos, para que haga descender fuego sobre todos ustedes, y les consuma el pensamiento como ustedes consumieron el mío. Ardió mi piel. Carbonizaron mis órganos. Mi sangre se evaporó. Y ustedes, tan centrados en su propio sufrimiento, ¿fue acaso justo volcar todo ese malestar sobre mí? ¿Sobre mí? Pues háganlo. Sigan. No se detengan. Que sus casas y sus familias los vean caer, uno por uno. Y aunque sea meramente simbólico, hoy cargo con odio. Odio hacia todos ustedes. Hacia quienes alguna vez llamé compañeros, amigos… hermanos. Porque fueron ustedes quienes me enseñaron lo que es el dolor compartido con falsa benevolencia. Me lo entregaron con manos suaves, pero llenas de espinas. Y ahora que me he alejado, ¿pretenden olvidarme? Qué hipócritas. Qué crueles. Se acercan a mí con sonrisas huecas, y aún así esperan que devuelva la luz que tanto me costó recuperar. Y si no pueden herirme directamente, atacarán a quienes amo. Los arrancarán de mi lado. ¿Creen acaso que voy a dejarme caer en un pozo oscuro? Les pregunto: Aunque un ave pierda una pata o un ala, ¿no luchará por volver a volar? ¿No atacará, por instinto, para defenderse? Pero yo no soy un ave, ¿verdad? Arránquenme una pierna. Apuñálenme. Maldíganme. Ciérrenme los ojos. Aún así seguiré corriendo, espada en mano. No dejaré de luchar sólo por su estupidez. Y si acaso piden perdón, me llevaré su corazón, lo colocaré en un altar, para verlo cada día y recordar su muerte. Después de eso, quedarán los verdaderos. Aquellos que, sin gracia, asistieron a mi funeral. Los mismos que se rieron como payasos con mis bromas, ignorando que cada risa escondía una despedida. Porque la vida es dura, ¿no? ¿Y ahora qué sigue?